Jugaba en el enorme patio de su casa. Un lugar adornado con una fuente y con muchísimas plantas y flores de todos los tamaños, tipos y colores. Había una gran pared, altísima desde la perspectiva de Kristine. Era imposible saber que había al otro lado.
Quizás, absolutamente nada, ya que no existían casas vecinas en muchos metros a la redonda. Además de la fuente, este era su lugar predilecto. Una enredadera cubría casi por completo el muro, dejando relucir apenas el vetusto concreto. Algunas ramas sobresalían, habiéndose extendido hasta una de las plantas adyacentes, abrazándola totalmente, creando así una especie de cueva o refugio natural, donde Kristine solía resguardarse como diversión.
Un poco más allá, hacia la pared, se divisaba difícilmente una pequeña gruta, que hasta entonces había permanecido inadvertida para ella. Al darse cuenta, la niña frunció el ceño, observando ese punto exacto con particular extrañeza. No dudo ni un segundo en acercarse. Sentía la necesidad urgente de descubrir que era aquello.
Pues bien, había una cortísima distancia, que era de tal vez unos doce centímetros, entre las ramas de la enredadera y ese espacio en específico de la pared. Ellas se posaban directamente sobre el resto de la estructura, exceptuando acá. Con sus pequeñas manos, Kristine fue apartando toda la vegetación que había crecido allí desmesuradamente. Se sumergiría mucho más en su extrañeza, al ver una puertecilla de no mas de cincuenta centímetros de alto y mas o menos la misma longitud de ancho, camuflada y oculta bajo las espesas ramas.
Era una puerta secreta, que conducía a un lugar aún desconocido. El mundo subterráneo, quizás, sobre el cual le hablaba Alba durante sus visitas. No tardaría mucho en averiguarlo. Decidida, empujó la puerta, abrió sin dificultades. Se arrastró de gatas hasta adentro.
El interior se asemejaba a un túnel largo, estrecho y muy oscuro. Una sustancia oscura y viscosa recubría el suelo y sus paredes. Era algo sin duda repulsivo, pero Kristine continuó adelante sin chistar. Quería ver lo que se encontraba al final de dicho pasadizo.
Estornudó tres veces seguidas. Al parecer algo le produjo alergia. No había terminado de levantar su cabeza, cuando comenzó a hundirse rápidamente en la ablandada superficie, que comenzaba a ceder como si de arena movediza se tratara. En menos de lo que canta un gallo, terminó de sumergirse por completo, sin resistirse, ni emitir sonido alguno con su boca, que permaneció abierta como con asombro y a su vez como con inexplicable admiración.
Cayó de espaldas sobre una suave alfombra de césped que recubría la tierra humedecida, y que amortiguó su caída. Su vestido claro con estampado de florecillas, quedó manchado con esa sustancia viscosa, muy similar a la grasa mecánica o al asfalto derretido. Levantó la mitad de su cuerpo y sentada le echó un vistazo al lugar. Era una especie de jardín. A diferencia del exterior, estaba oscuro. Parecía de noche. En la distancia, entre la espesa penumbra, le pareció observar pequeñas luciérnagas. Pero las luces desprendidas de sus cuerpos no se prendían ni se apagaban intermitentemente, sino que se mantenían brillantes, perennes.
(Extraído de Umbral)