Nathaniel, el jovenzuelo, balanceaba su cuerpo una y otra vez, sentado sobre el borde de su cama, apenas cubierta con un edredón de tela degastada color ostra. Su mirada se mantenía levantada hacia el techo, absorta, estampada en un vacío imperecedero. Mientras su madre Raquel, preparaba la cena, él balbuceaba, farfullando palabras, como queriendo comunicarse con ella.
-Si, ya estará lista la cena, Nathan, le decía, como si respondiera a sus supuestas peticiones.
Afuera hacía un frio que helaba los huesos. Adentro, la cabaña se mantenía calentita debido al efecto de la calefacción. Se respiraba un ambiente armonioso, de serenidad. El agradable silencio que la inundaba, era solo roto por los sonidos que emitía con su boca el dulce muchacho autista.
Por un momento se mantuvo callado. Se levantó del lugar en donde estaba y caminó sobre la alfombra con sus pies descalzos, directamente a la ventana de cristales empañados debido a la humedad.
Justamente en ese instante, una fuerte y repentina ventisca comenzó a azotar las ramas de los arboles, acompañada de diminutas gotas de llovizna que anticipaban, sin duda, la gran tormenta que se aproximaba.
Los relámpagos iluminaban por intervalos de segundos la espesura de la noche oscura. Nathaniel, los contemplaba con asombro, con profunda curiosidad. Era una de esas pocas cosas que lograban capturar su atención y sacarlo por instantes de su mundo retraído.
Los truenos le atemorizaban un poco, pero los relámpagos; eran su predilección. Esos parpadeos centellantes provenientes desde las alturas, desde las inmensidades desconocidas e inalcanzables, no solo para él, sino para cualquier ser humano existente en la faz de esta tierra. Esos ‘flashes fotográficos de Dios’.
¡Nathan!, le llamaba su madre desde la mesa del comedor. La cena estaba lista. ¡Nathan!, le repetía. El se mantenía hipnotizado por las luces de la noche que bajaban y subían, vertiéndose sobre el horizonte, con parsimoniosa armonía. Observando las estrellas en lo alto del firmamento. A Venus, precioso, lejano…brillando inmutable como uno más de ellas, posado entre millones de constelaciones visibles e invisibles. Una diminuta partícula de polvo meteórico, flotante y azarosa en un mundo microscópico, en una galaxia finita dentro de lo infinito. Eso era él. El hecho de que lo desconociera, no lo hacía menos especial ni menos importante. Al contrario, era como una de esas maravillas de la biología y de la naturaleza que se dan a si mismas por sentado, de manera inconsciente, que desconocen lo trascendente de su propia existencia y que ignoran su majestuosidad, la cual es solamente apreciada por aquel que sabe tomar en cuenta los detalles.
Él mantenía su mirada puesta en alto, como si buscara un significado, una señal, una respuesta a un misterio que procuraba resolver… De pronto, algo surcó los cielos nocturnos de un extremo al otro…
Para el testigo común y ordinario pudo haber sido tan solo una extraña sombra que pasó volando, de prisa y sin forma. Una solitaria ave enorme. Un búho o una lechuza; tal vez, con sus grandes ojos atravesando el aire como sendos platillos voladores.
Pero Nathaniel observó otra cosa...
Una mujer vestida de noche, tan hermosa como atemorizante, con los astros adornando sus cabellos, seguida de miles de graznidos y aleteos ¡Una bandada de cuervos! Sus anatomías aviares se fundían con la oscuridad, dejando a su paso una estela casi imperceptible...
-Si, ya estará lista la cena, Nathan, le decía, como si respondiera a sus supuestas peticiones.
Afuera hacía un frio que helaba los huesos. Adentro, la cabaña se mantenía calentita debido al efecto de la calefacción. Se respiraba un ambiente armonioso, de serenidad. El agradable silencio que la inundaba, era solo roto por los sonidos que emitía con su boca el dulce muchacho autista.
Por un momento se mantuvo callado. Se levantó del lugar en donde estaba y caminó sobre la alfombra con sus pies descalzos, directamente a la ventana de cristales empañados debido a la humedad.
Justamente en ese instante, una fuerte y repentina ventisca comenzó a azotar las ramas de los arboles, acompañada de diminutas gotas de llovizna que anticipaban, sin duda, la gran tormenta que se aproximaba.
Los relámpagos iluminaban por intervalos de segundos la espesura de la noche oscura. Nathaniel, los contemplaba con asombro, con profunda curiosidad. Era una de esas pocas cosas que lograban capturar su atención y sacarlo por instantes de su mundo retraído.
Los truenos le atemorizaban un poco, pero los relámpagos; eran su predilección. Esos parpadeos centellantes provenientes desde las alturas, desde las inmensidades desconocidas e inalcanzables, no solo para él, sino para cualquier ser humano existente en la faz de esta tierra. Esos ‘flashes fotográficos de Dios’.
¡Nathan!, le llamaba su madre desde la mesa del comedor. La cena estaba lista. ¡Nathan!, le repetía. El se mantenía hipnotizado por las luces de la noche que bajaban y subían, vertiéndose sobre el horizonte, con parsimoniosa armonía. Observando las estrellas en lo alto del firmamento. A Venus, precioso, lejano…brillando inmutable como uno más de ellas, posado entre millones de constelaciones visibles e invisibles. Una diminuta partícula de polvo meteórico, flotante y azarosa en un mundo microscópico, en una galaxia finita dentro de lo infinito. Eso era él. El hecho de que lo desconociera, no lo hacía menos especial ni menos importante. Al contrario, era como una de esas maravillas de la biología y de la naturaleza que se dan a si mismas por sentado, de manera inconsciente, que desconocen lo trascendente de su propia existencia y que ignoran su majestuosidad, la cual es solamente apreciada por aquel que sabe tomar en cuenta los detalles.
Él mantenía su mirada puesta en alto, como si buscara un significado, una señal, una respuesta a un misterio que procuraba resolver… De pronto, algo surcó los cielos nocturnos de un extremo al otro…
Para el testigo común y ordinario pudo haber sido tan solo una extraña sombra que pasó volando, de prisa y sin forma. Una solitaria ave enorme. Un búho o una lechuza; tal vez, con sus grandes ojos atravesando el aire como sendos platillos voladores.
Pero Nathaniel observó otra cosa...
Una mujer vestida de noche, tan hermosa como atemorizante, con los astros adornando sus cabellos, seguida de miles de graznidos y aleteos ¡Una bandada de cuervos! Sus anatomías aviares se fundían con la oscuridad, dejando a su paso una estela casi imperceptible...
(Extraído de Umbral)